Tal y como enseña el Zóhar, todos partimos de este mundo, pero la Luz que le aportamos nunca se va. He reflexionado mucho sobre esta idea. Porque, si bien las dos figuras paternas más influyentes que he conocido —mi padre y mi suegro— han dejado esta vida terrenal, su influencia sigue muy viva.
Con este espíritu, y para honrar a ambos en esta semana del Día del Padre, me gustaría compartir algunas de las lecciones de vida que ellos me han transmitido. Y ahora, pasarán a ustedes, con amor:
1) Ser fuerte no significa que no puedas ser gentil, amable y empático.
Rav Berg, mi suegro y venerado maestro, era una de las personas más fuertes que he conocido. Al mismo tiempo, pocas personas en este mundo podían conectarse con el dolor o la experiencia de otro con una compasión tan auténtica. Por muy sabio y exitoso que fuera al convertirse en un líder espiritual, desarrollar el Centro de Kabbalah y reunirse con otros grandes gigantes del mundo, el Rav era profundamente empático y extraordinariamente humilde.
Recuerdo con mucha claridad, incluso hoy en día, cómo me sentía tan solo dos días después de que naciera Josh. Había llegado a casa del hospital. Mis heridas estaban todavía frescas y sentía un profundo dolor, tanto del tipo físico, por la cesárea, como del tipo menos visible, por saber que a nuestro hijo le habían diagnosticado síndrome de Down. Recuerdo que me sentía muy destrozada. Estaba muy angustiada emocionalmente; tenía miedo, estaba llena de dudas sobre el futuro y confundida sobre cómo transitar por un mundo que me resultaba desconocido. Esa tarde, sentada en mi cama, el Rav entró y acercó una silla. Se sentó a mi lado en silencio. Habían pasado veinte minutos cuando me miró y simplemente dijo: “Mónica, no te ha pasado solo a ti”. Y en ese momento, el 50 % de mi dolor se desvaneció. No era solo mi dolor y mi miedo. No estaba sola. Nunca me había sentido más tomada en cuenta o comprendida.
Mi suegro dijo una vez que “amando a los demás es como accedemos a la verdadera realidad y afectamos a cada átomo del universo”. Tenía razón, ¡porque su presencia sigue afectando a cada átomo del nuestro!
2) Ten certeza en tu camino y persevera.
A menudo cuento la historia de otra ocasión en la que, después de que naciera nuestra hija Miriam, tuve un susto de salud aterrador. Pero el Rav me dijo (o mejor dicho, me gritó) al otro lado del teléfono, cuando mi pánico empezaba a apoderarse de mí: “¡Monica! ¡El miedo no es una opción!”, y sus palabras resonaron con tanta profundidad que se convirtieron en el título de mi primer libro. Y él mismo vivía según esas palabras. Su determinación y perseverancia eran, en todos los sentidos, singulares. Y, no obstante, a pesar de toda esta inquebrantable intrepidez, seguía ubicando el amor en lo más alto de su lista. Se llamaba a sí mismo (medio en broma) “egoísta”, ¡señalando que compartía su Luz solo porque tenía que hacerlo para recibir más Luz! Pero él —al igual que el resto de nosotros— solo podía compartir exactamente lo que era y quién era. Él era fuerza. Y certeza. Y bondad. Y Luz.
3) El amor es aceptación sin condiciones.
Mi padre no era una figura pública como el Rav, pero para mí era un gigante. (Es cierto que su demencia cambió esto, pero esa versión no era la que él era durante la mayor parte de su vida). Una de las principales cualidades que mi padre modeló para mí fue ese amor incondicional que me inculcó una libertad de pensamiento y de corazón de la que solo me di cuenta plenamente después de su partida. Su versión del amor era la aceptación, independientemente de las circunstancias. Me llevaba de la mano en silencio, literal y figuradamente, incluso yo cuando tomaba decisiones que él sabía que me afectarían negativamente.
Cuando de adolescente luchaba contra un trastorno alimentario, mi padre nunca me cuestionó. Simplemente me aceptó. Durante este y otros momentos difíciles de mi vida, se abstuvo de intentar controlarme. Me enseñó que el control es contrario al amor. Y, a medida que me sanaba, me di cuenta de que la tranquila constancia de mi padre era mi faro de luz. Sabía que, por mucho que me alejara, incluso de mí misma, ese puerto seguro siempre estaba cerca. Y todavía lo está.
4) La vulnerabilidad invoca (y desarrolla) nuestra capacidad de amar y ser amados.
Mi padre también me enseñó que la capacidad interiorizada de ser amado es tan poderosa como la fuerza exterior de amar. Con él, no sentía la necesidad de ocultar mis debilidades y mis ángeles más oscuros, porque él creó un espacio para que yo fuera mi versión más auténtica. Él era un hombre profundamente expresivo y emocional, el tipo de hombre que decía “te quiero” muchas veces al día a sus seres queridos. No tenía miedo de mostrar su amor, de llorar delante de los demás o de admitir que se equivocaba. Valoraba profundamente a su familia, y daba y recibía amor sin reservas.
Gracias a todo esto, crecí lo suficientemente fuerte como para amarme y valorarme a mí misma. Sabía que, sin importar lo que dijera o hiciera, mi padre siempre me querría. Fue liberador saber que podía ser yo, para bien o para mal, ¡y seguir siendo totalmente amada!
5) Aprende a quererte y a aceptarte primero a ti mismo (¡con todas tus peculiaridades!). Después de eso, ¡todo es posible!
El amor propio no ocurre de repente, sino que evoluciona con el tiempo y con la práctica y la experiencia. En mi primer viaje a Israel con mi padre (estábamos los dos solos), empecé a entender esto. Porque, por primera vez, nos vimos por fin tal y como éramos, más allá de nuestros roles familiares. Nos reímos hasta llorar… y parte de esa risa se debía a las partes “raras” de nosotros mismos que exponíamos. Al aprender a aceptar y apreciar a mi padre tal y como era, yo también aprendía a aceptarme a mí misma.
Tanto mi padre como el Rav me ayudaron a cultivar mi amor propio. Me alentaron a apoyarme en mi autenticidad y a encontrar mi propósito y mi potencial; ¡que es exactamente lo que el mundo necesita que cada uno de nosotros comparta!
Esta semana, dedica un momento a reflexionar y agradecer las lecciones que has aprendido de aquellos padres —o personajes paternales— en tu propia vida.
Aunque no todas las lecciones son necesariamente positivas, todas nos ayudan a crecer. Porque no importa dónde estemos hoy, siempre estamos parados sobre los hombros de los que vinieron antes. Y desde ese lugar, podemos ver un poco más lejos y volar un poco más alto.