Permítanme comenzar con un descargo de responsabilidad: No hay dos experiencias maternas que hayan sido iguales. De hecho, son tan únicas para cada madre e hijo como lo son las huellas dactilares o los copos de nieve. Lo que SÍ es cierto, no obstante, es esto: nutrir otra vida es un agente de cambio profundo y transformador, tanto para aquellos que están siendo nutridos como para nosotras mismas.
De hecho, ¡afirmaría que ser madre ha sido la experiencia de crecimiento MÁS poderosa de mi vida! Y si bien las etapas altamente resumidas a continuación se basan en mis propias observaciones como madre de cuatro hijos, los aspectos de este viaje se aplican a cualquiera que haya desempeñado el papel de progenitor o cuidador.
Dicho esto, si tuviera que titular con mayor precisión el proceso de criar a una joven de 18 años, tendría que llamarlo “Las 6570 etapas de la maternidad”, ¡porque cada día revela algo nuevo! Pero para este propósito, seamos simples y conformémonos con las seis etapas principales por las que pasan la mayoría de las madres:
Soñé un sueño… de ser mamá. Cuando estamos felizmente en la etapa de embarazo, soñamos con un nuevo sentido de propósito en el mundo. Imaginamos a nuestros hijos como deseamos que sean: felices, sanos y bien adaptados, trayendo deleite a nuestros corazones y hogares, y ofreciéndonos amor incondicional. Cambiarán el mundo, empezando por el nuestro, de la forma más positiva. Este es nuestro momento para emocionarnos, anidar e imaginar quiénes seremos NOSOTRAS como madres.
Estamos seguras de que seremos pacientes, amables, alentadoras y brillantes. Haremos un trabajo mucho mejor del que hicieron nuestros padres. Seremos la mamá del año, al menos en nuestra propia familia… ¿cierto? Y, naturalmente, mantendremos un equilibrio perfecto en la vida y luciremos espléndidas en todo momento, incluso mientras demos de comer a las 2 a.m. después de días de estar sin poder descansar. (Pero no estamos pensando en todas esas tonterías, ¿verdad?). El optimismo es asombroso.
Porque, ¿cómo podríamos anticipar la ola de altibajos de cambio que se cierne sobre nosotras? Y rápidamente, la experiencia mística del nacimiento lo pone todo en marcha.
Nunca habríamos imaginado que alguien dependiera tanto de nosotros. Es pura felicidad. Y PURO TERROR. Cuando te das cuenta de que eres MADRE y que este pequeño ser depende de ti para todas sus necesidades, tu autoconcepto se destruye y se reconstruye en el mismo instante. Tu bebé es frágil y perfecto a pesar del vómito que acaba de dejar en tu blusa favorita recién lavada.
Y si tienes un hijo con necesidades especiales (como sucedió con nuestro Josh), pasas por otro nivel de cambio (y miedo). A lo largo de este proceso, desarrollas tanto tu conocimiento como tu capacidad no solo para amar, sino para aceptar y manejar lo que sea que se te presente. Cambias el rumbo. Te flexibilizas. Pierdes el sueño y pierdes el contacto con el mundo por un tiempo. La profundidad y la amplitud de tu papel te impactaron; esto es para toda la vida. Por siempre y para siempre.
La etapa desde que son bebés hasta que aprenden a caminar es universalmente difícil y universalmente gratificante para nuestro crecimiento personal. Esta fase nos ofrece la oportunidad de alcanzar nuevos niveles de paciencia, por suerte viene acompañada de asombro y deleite. Cuando nuestro pequeño adquiere una nueva habilidad, como estar de pie, caminar, andar en triciclo o bajar por un tobogán, parece una maravilla a la altura de la física cuántica. Es decir, ¿cómo ese ser pequeño e indefenso se convirtió en esta personita? ¿Y por qué pide a gritos más helado?
Pero al criar a esta personita, sentimos que nos expandimos. Reconocemos dónde hacen falta los límites (una de esas continuas lecciones de crianza) y dónde se encuentra nuestro nivel de incomodidad social. Un ejemplo: ¿conoces a ese niñito que hace un berrinche en el restaurante? Pues, sí, yo también. De hecho, he conocido a cuatro de ellos muy personalmente. (Bueno, quizá tres. Josh era mucho más tranquilo, salvo por una que otra situación en reuniones de padres y maestros).
Pronto nos damos cuenta de que, más allá de ese decoro social que todo lo consume, se encuentra el Verdadero. Mundo. De. La. Crianza. Y claro, limpiar narices mocosas y servir jugo de manzana podría no ser el más glamoroso de los deberes, pero estos actos nos enseñan más sobre nuestra humanidad de lo que cualquier trabajo bien remunerado puede hacer.
Cuando nuestros hijos están en la escuela primaria o incluso en la secundaria, somos como la capitana de una extraña expedición de personitas que se transforman rápidamente. Seguimos siendo el puerto seguro para el creciente radio de actividad de nuestros jóvenes exploradores, los alimentamos, los trasladamos, organizamos sus fiestas, vamos a sus eventos deportivos y los inscribimos en un campamento de verano. Somos planificadoras, animadoras, maestras y modelos a seguir. Y ellos están observando, incluso cuando no están mirando. A su vez, a medida que aprenden todo sobre la vida y su lugar en el mundo, nosotras estamos descubriendo nuestros propios patrones de comportamiento, desarrollando nuestras herramientas de crianza y, al hacernos cargo de pequeñas vidas, estamos mejorando las partes mal administradas de la nuestra.
Participamos en los mundos de nuestros hijos (es decir: ¿Yo? ¿Columpiarme desde un trapecio? ¡Quién lo habría dicho!). Facilitamos ese primer paseo en bicicleta o pista de esquí. Cultivamos un sentido de familia. Ese pequeño torbellino encuentra lo que el psicólogo Erik Erikson llama un “sentido de la industria”. Hornea pasteles, camina a la escuela, descubre su brújula moral y actúa por una causa. Nosotras también nos volvemos más industriosas. Nos involucramos en la asociación de padres y maestros… ayudamos con esa tarea de geometría… nos ofrecemos como voluntarias para excursiones. A través de la creciente autonomía de nuestros hijos, nos reconectamos un poco más con nosotros mismos. Empezamos a recordar quiénes somos, y quiénes fuimos, más allá de ser madres. La niebla en el espejo se despeja un poco, aun cuando el cambio sigue siendo nuestra única constante.
Están conduciendo, o alguien que conocen está a punto de tomar el volante. Salen con sus amigos, se adentran (o se zambullen) en el mundo de las citas y quizá hasta pasen un semestre en el extranjero. Están practicando para que llegue ese empujón desde el nido, pero no lo han logrado. Todavía nos miran (como halcones y, con frecuencia, haciendo mala cara) mientras agitan sus alas. En su libro Necessary Losses, Judith Viorst reflexionó que “un adolescente normal no es un adolescente normal si actúa normal”. ¡Y vaya que es verdad! Pueden actuar y hablar como adultos, pero en el momento en que decretamos un toque de queda muy sensato, enseguida dejan de parecer adultos…
Nuestros adolescentes desafían nuestra forma de pensar. Llevan las reglas y nuestra paciencia al límite. Y a medida que ellos encuentran su independencia, nosotros también redescubrimos la nuestra. Los instruimos, los inspiramos, los empujamos al borde del nido. A veces somos buenos y estamos listos para dar el empujón; en otras ocasiones, queremos tenerlos aquí para siempre. Nos volvemos valientes. Lloramos, reímos. Lo dejamos ir.
Lo mejor que podemos esperar es que nuestros hijos salgan al mundo con sus propios principios y aspiraciones. Pueden estar en sintonía con nosotros, o ni siquiera cerca. Sin embargo, cuando regresan para recibir nuestra aprobación, nuestro consejo o bendiciones, sabemos que hemos hecho nuestro trabajo. Podemos esforzarnos por ofrecer estas cosas sin ahogarlos (¡no es casualidad que “hogar” aparezca en esa palabra!). Sobre todo, podemos respetarlos y amarlos simplemente por ser quienes son. Del mismo modo, podemos redescubrir quiénes somos nosotras y forjar un nuevo camino para lo que todavía podríamos llegar a ser. Hace poco, tuve el placer de ser entrevistada por mi hijo mayor, David, en su pódcast Success Stories. Si bien hablamos de mi vida y mis experiencias, no pude evitar observarlo a él: el bebé, el niño pequeño y el adolescente que una vez conocí, ahora convertido en un adulto reflexivo y exitoso. Sin duda, la etapa “posterior”.
Ser madre (bajo cualquier definición) implica que nos expandamos y cambiemos una y otra vez (y otra vez).
Sé que no soy la misma persona que tuvo esos sueños para mis hijos antes de que nacieran o que le tuvo miedo a la maternidad, sobrevivió a los berrinches e hizo de taxi para una manada de niños. Mis hijos han crecido (aunque no todos han volado del nido), y yo también. Si tenemos suerte, todos seguiremos evolucionando, tanto individualmente como juntos. Seguiremos cautivándonos unos a otros. Divirtiéndonos unos a otros. Desafiándonos unos a otros.
Como dicen: Se es madre para toda la vida.
Ese es un aspecto —y quizá el único— que nunca cambiará. Esa es la parte eterna, la parte que nos transforma de adentro hacia afuera. La parte que nos conecta con todas las madres que vinieron antes y con todas las que están por venir.