Una historia del Midrash nos dice que los israelitas seleccionaron cuidadosamente sólo las piedras más perfectas y hermosas para la construcción del Templo. En el proceso encontraron una piedra imperfecta y la arrojaron a un lado creyendo que no era lo suficientemente buena. ¡Únicamente las piedras más finas podían ser utilizadas para crear tal espacio sagrado! Sin embargo, cuando estaban listos para colocar la última piedra, éstas se habían acabado. Solamente necesitaban una piedra más para completar el Templo. Desesperados, los constructores buscaron la piedra imperfecta.
Cuando la encontraron y la colocaron en el último espacio, el cual estaba destinado a ser el Santo Santorum (una cámara reservada para la presencia de Dios y a la que únicamente podía entrar el Sumo Sacerdote en Yom Kipur) descubrieron, para sorpresa de ellos, que la piedra calzaba perfectamente. La piedra imperfecta completó la construcción del Templo.
En la búsqueda de la excelencia, tenemos la tendencia a engañarnos a nosotros mismos en creer que la perfección es lo mejor. El problema con la perfección es que evita que veamos la película completa. La perfección atrae nuestra atención a los detalles, lo cual puede lentamente desacelerar el crecimiento y la transformación. En algunas ocasiones, quedamos tan atascados en perfeccionar los detalles que el proceso se frena bruscamente. Acerca de la perfección, el Rav Berg refiriéndose a los perfeccionistas dice: “La visión que ellos tienen del mundo puede verse reducida a un grano de arena, cuando toda una playa debería ser tomada en cuenta”. Cuando de la vida se trata, es importante ver la playa, no la arena.
Siempre deberíamos buscar mejorarnos a nosotros mismos y al mundo a nuestro alrededor planteando metas e intenciones y luego haciendo nuestro mejor esfuerzo por alcanzar dichas metas. Esperamos que en el proceso crezcamos, aprendamos, nos transformemos y quizás incluso motivemos a otros a hacer lo mismo. Sin embargo, a medida que construimos nuestra vida (carrera, familia, círculos sociales) podemos quedar atrapados en la ilusión de la perfección. Una de nuestras mayores equivocaciones es pensar que tenemos que ser perfectos para poder marcar una diferencia en el mundo. Tomar decisiones perfectas, tener cosas perfectas o rodearnos de personas perfectas no construye una buena vida.
Una buena vida, una vida que marca una diferencia, está llena de bondad, compasión, compartir y, sí, algunas veces de imperfecciones. Un mundo mejor no quiere decir un mundo perfecto. Al preocuparnos menos por el resultado de nuestros esfuerzos no estamos de ninguna manera bajando nuestros estándares de excelencia, simplemente estamos permitiéndonos disfrutar lo imprevisto y la forma en la que nuestras vidas son bendecidas por la imperfección.
Imaginamos que somos una piedra perfecta en medio de un muro de piedras impecable, cuando de hecho todos somos imperfectos. Nuestros talentos y habilidades únicas, e incluso nuestros defectos nos permiten completar el propósito de nuestro tiempo de vida. Nadie más puede completar ese propósito, sin importar cuán carismático o habilidoso sea. Ése rol está reservado para cada uno de nosotros de manera individual.
“Cada persona en este mundo tiene un trabajo específico y nadie más puede hacerlo”, dice Michael Berg. “A menos que hagamos nuestro trabajo, estaremos retrasando a todos los demás”.