Hay un viejo refrán que dice: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Si ese es el caso, entonces Dios debió soltar una buena carcajada con este plan.
Después de meses de discusiones y negociaciones para planificar nuestras vacaciones de invierno familiares, ideamos el siguiente itinerario:
Nos encontraríamos en Los Ángeles y pasaríamos el fin de semana participando en eventos del Centro de Kabbalah. Después conduciríamos dos horas para alquilar el tráiler que mi esposo pasó meses investigando incansablemente, a fin de que alquiláramos el mejor tráiler que él pudiera encontrar. Iríamos en el GRAN y moderno tráiler completamente equipado hasta Las Vegas, donde pasaríamos la noche y quizá asistiríamos a un espectáculo. Nos iríamos al día siguiente al Gran Cañón. Nos detendríamos en el camino para explorar algunos senderos naturales y visitar atracciones turísticas mientras llegábamos con calma hasta Sedona, Arizona.
Mi esposo investigó meticulosamente los mejores lugares para acampar. Él se tomó la tarea de reservarlos con anticipación. Cada noche que planificamos pasar en nuestro GRAN y moderno tráiler, nos sentaríamos frente a una fogata, contaríamos historias y fortaleceríamos nuestros vínculos familiares mientras mirábamos las estrellas y comíamos malvaviscos que se derretían en la boca después de calentarlos en el fuego. En Sedona, recorreríamos senderos naturales, respiraríamos el aire libre, nos sentaríamos en los vórtices, visitaríamos atracciones turísticas, etc. El objetivo principal de nuestras vacaciones familiares era disfrutar de estar juntos. Todas las actividades eran medios para lograr ese objetivo.
Bueno, pero ese era el plan. ¿Ya puedes escuchar a Dios riéndose?
Esto fue lo que ocurrió en realidad:
Un amigo de la familia nos llevó al lugar de alquiler de tráileres. Estábamos todos emocionados y conversamos hasta llegar ahí. En medio de la conversación, mencionamos los detalles del aspecto del tráiler. Por alguna razón, nuestros cuatro hijos (de edades comprendidas entre los 19 y 25 años) y yo pensábamos que estábamos de acuerdo con mi esposo. Sin embargo, unos minutos antes de que llegáramos al lugar de los tráileres, él mencionó tranquilamente que el tráiler era del año 2004. Hubo un momento de silencio absoluto. Luego dije: “Papá solo está bromeando con nosotros”. A lo que él respondió: “No, no estoy bromeando”. Miré a mi esposo directamente a los ojos. Su mirada sincera me hizo entender que estaba diciendo la verdad. Hubo otro momento de silencio, seguido por un clamor unificado: “¡¿2004?!”. Esto no podía ser cierto. Él es una persona inteligente y sensata. Toma decisiones sólidas. ¡¿En qué estaba pensando?! Esa fue mi sorpresa inicial. Ya podía sentir a Dios sonriendo.
Cuando llegamos al “lugar de los tráileres”, la segunda sorpresa fue que mi esposo había firmado un contrato y pagó un adelanto a un hombre que, de forma privada, alquilaba su tráiler de dieciséis años de antigüedad. Descubrimos ese detalle cuando la persona que nos llevó a nuestro destino nos dejó frente a una casa destartalada con el desgastado tráiler en el estacionamiento. Sorpresa es poco para describir lo que sentíamos.
Así que, ahí estábamos, frente a la casa de este desconocido con toda nuestra pila de equipaje saturado y poco preparado, sábanas, demasiadas bolsas de no-sé-qué, observando un tráiler viejo y apestoso. El dueño del tráiler nos hizo un recorrido por dentro y por fuera del vehículo. Mientras tanto, yo pensaba: “¡Esto no puede estar pasando! ¡De ninguna manera voy a pasar los próximos cinco días en esta chatarra!”.
Traté de hablar a solas con mi esposo para convencerlo de que le dijera a este hombre que cambiamos de parecer y que nos íbamos (aunque luego estaríamos plantados en este vecindario desconocido a dos horas de la civilización). Pero mi esposo no pensaba de la misma manera y prosiguió a hacer el recorrido. El hombre pasó cuarenta minutos explicando cada detalle acerca del uso y el mantenimiento de este vehículo. Parecía una eternidad. Mientras tanto, se me agotaban las ideas para lograr salir de este enredo. No tuve otra opción más que sacar la “artillería pesada” y activé mi arma secreta. Oré. Oh, podía escuchar a Dios riéndose. Igual oré.
¡Y he aquí que hubo un milagro! Por más que el dueño del tráiler trataba, no podía lograr que las luces de freno encendieran. ¡Aleluya! ¡Gracias a Dios al fin éramos libres!
Después de que pasó la euforia, nos dimos cuenta de que seguíamos atascados con nuestra enorme pila de cosas, en la oscuridad, en la calle, frente al tráiler estropeado en medio de la nada; un domingo por la noche después de que todos los lugares de alquiler de autos ya habían cerrado. Al poco tiempo, logramos alquilar una van en el aeropuerto más cercano. Ya habíamos retomado el camino. Condujimos a Las Vegas. Por suerte, nos ofrecieron un lugar para alojarnos en una hermosa casa compartida de un amigo cercano que no estaría allí durante esa semana. El nuevo plan: pasar ahí la noche, llamar a un verdadero lugar de alquiler de tráileres para alquilar un tráiler grande, completamente equipado y de último modelo. Hicimos las llamadas; la reserva estaba pautada para la mañana siguiente. Y Dios se rió todavía más.
A la mañana siguiente, me desperté con una gripe severa. No salimos de la casa en todo el día. De hecho, cada día prometía que me sentiría mejor al día siguiente, pero cada día tosía y estornudaba más, y estaba más adolorida. Al final, no alquilamos el nuevo tráiler; no visitamos el Gran Cañón ni Sedona, Arizona.
Resulta que, a lo largo de toda la planificación de nuestro viaje, no nos molestamos en revisar el estado del tiempo de esas áreas en esa época del año. Cada día que pasaba estaba helado, nublado, lloviendo o nevando. Si tuve que pasar por una limpieza física, gracias a Dios que fue en la comodidad de una agradable, cálida y hermosa casa, y no confinada a un tráiler donde habría estornudado, tosido y esparcido mis gérmenes en los rostros de mi familia.
Aunque no logramos realizar el plan original, logramos nuestro objetivo principal: pasar tiempo juntos, vincularnos más y simplemente disfrutar de estar juntos. Y ahora sé por qué Dios se ríe: porque Dios sabe mejor qué es lo que más nos conviene.
Sí, Dios se rió. Y al final, nosotros también.